Texto: Fabián Sevilla Imagen: Marisa Cuello Este cuento forma parte de una serie que Fabián Sevilla se propone publicar, con el nombre de “Cuentos con el diablo (que se cuentan en el Cielo)” y tiene ese característico sabor de los relatos populares donde Lucifer casi siempre resulta burlado de las maneras más ingeniosas. PDF (para imprimir)
Santos Delcielo le hacía honor a su nombre y apellido. Tipo buenazo como él no había en varios kilómetros a la redonda; tampoco, tan pobre. Los vecinos decían que una laucha vivía y comía con más dignidad que este viejito. A él, su indigencia no le hacía mella. Y era feliz tratando de cultivar su raquítica chacrita para compartir los frutos con los demás. —Siempre hay alguien más necesitao que uno—, se le oía repetir cuando entregaba lo poco que cosechaba y él se dejaba casi nada. Como si eso fuera poco, jamás había papado una mosca, pisado una hormiga o mentado el nombre de alguien, entre otras virtudes que lo coronaban. —¡El pecao no ha sido inventao pa’ Santos Delcielo! —solía decir el cura párroco cuando en la misa lo tomaba de ejemplo para aleccionar al devotaje. Sin embargo, una vez este pan de Dios se las vio de frente, y bien fieras, con El de Abajo. Fue una noche que no podía dormir del hambre que tenía. Había cosechado unos duraznos que reservaba para donar a un orfanato. Pero no aguantó más y a medianoche fue a comerse uno. Eso pese a que, desde chico, había sido enseñado que cuando se come en la oscuridad se corre peligro de morderle la cola al Diablo. Dicho y hecho, el Demonio sintió el mordiscón y fue a vengarse del dueño de los dientes. —Ya sé que no ti lo merecés, Santos Delcielo, pero vas a tener que venirte conmigo. No puedo perdonar esta afrenta —le informó. El anciano recién ahí recordó lo que nunca debió olvidar y en vez de rezar para espantar al malévolo, le pidió ¡piedad!, ¡perdón!, ¡misericordia! y todo eso que al Lucifer le entra por una oreja y le sale por la otra. Igualmente, este debió reconocer que no tenía derecho a llevárselo por un simple olvido, aunque aún le ardía la cola. —Bueh, te concedo un favor. Bien es sabido que quien me pide algo y se lo doy, está en condiciones de terminar en el infierno. Santos Delcielo hizo lo que siempre: pensó en los demás. —Quiero que trabajís para mí durante un año. —¡Hecho! —respondió el Lucifer, que no da muchos rodeos al momento de cerrar acuerdo y ya contabilizaba un alma más para torturar en sus oscuros dominios. Y así fue que El Diablo trabajó por primera vez sobre la faz de la tierra. Para comenzar, Santos Delcielo le pidió que le arrancara cada yuyito que invadía una parte de su finquita, yuyal que él no había podido eliminar en años de intentos. El Maligno se ocupó de ello. Tardó semanas. Pero no dijo ni mu. Un alma ganada al Cielo bien valía tanto esfuerzo. —Ahora quiero que plantís estas semillas. Que las reguís y cuidés bien. Lo indicado hizo el peón infernal. Y cuando llegó la temporada, en la finca que antes daba lástima crecían cientos de frutales. Las ramas no daban más de la cantidad, tamaño y peso de duraznos, ciruelas, damascos, manzanas, peras, membrillos. —Es momento de cosechar —le indicó el patrón—. Ahí hay cien canastos. Que no quede una sola frutita colgando. Con guantes y delantal, el Colalarga comenzó a descargar el peso de los arbolitos. Tardó varios días en vaciarlos, a lo largo de los cuales las canastas quedaron hasta el tope. En eso, pasó por el lugar un comerciante de la ciudad, que al ver semejante cosecha ofreció comprársela completa a Santos Delcielo. Este al principio se negó, pero luego accedió a venderle un cuarto. Estaba recibiendo los billetes, cuando se acercó otro comerciante. También quiso llevarse la fruta de Santos Delcielo. A él, le vendió otro cuarto. Y así, con otros compradores que aparecieron, milagrosamente, por ahí. Al Diablo las cuentas no les cerraban. Algo extraño sucedía. Con cada cuarto de cosecha que se vendía, en los arbolitos crecía una cantidad similar de fruta. Y el peón avernal debía volver a cosecharla. Así estuvieron varios meses: Santos Delcielo vendiendo y el otro, meta coseche y coseche. —Santos, ya se cumple el año. Así que preparate para el descenso —le anunció cansadísimo el Tiñoso cuando efectivamente estaba por llegar el plazo del favor. —Así parece —agregó con tranquilidad el viejo—. Si querís vamos yendo, pero de pasada dejamos en el pueblo la fruta que acabás de cosechar. Vos seguíme cargando esos mil seiscientos canastos. De ese modo, ambos llegaron hasta el pueblo. A medida que avanzaban, se detenían en cada casa, donde Santos Delcielo no sólo dejaba buena cantidad de fruta, sino también algo de dinero, que a esa altura ya le sobraba. Eso, hasta que un gurí los vio. —¡El Diablo anda tras Santos Delcielo! ¡Él, que es tan bueno, y el otro le quiere robar las frutas! —anunció a grito pelado. De inmediato, los vecinos se organizaron. Con palos, piedras, escobas y estampitas le dieron flor de zurra al Señor de la Oscuridad, que en vano trataba de explicar que no quería robarse nada y que todo estaba acordado con el defendido. La cuestión es que, moreteado y maltrecho, el pobre diablo decidió escapar y dar por roto el acuerdo con Santos Delcielo. Así, el viejito quedó rico y Lucifer enriqueciendo a alguien, que desde entonces fue feliz y siguió haciendo felices a otros. Y, como castigo por cometer lo que para él era un pecado, El Diablo se juró nunca más volver a trabajar. Al menos sobre la faz de tierra. |